Enjalogüinar: Entrarle duro al «jalogüin», palabra que a su vez deriva del anglicismo «Halloween» que en México sirve para llamar a una fiesta-puente que dura como cinco días donde se revuelven elementos del tradicional Día de Muertos azteca-español con distintivos clave de la fiesta sajona de Halloween.
Calabazas gigantes estorbando en el súper, disfraces de tooodo colgados a media calle y a las afuera del metro, paletas de calaca por todos lados, en fin, pequeños síntomas de que la fiebre jalogüinezca empieza a exponaderse. La cosa inicia a finales de septiembre, cuando los ambulantes empiezan a quitar sus banderas y chácharas tricolor para rellenar el espacio no-sobrante con sus monstruos; algo hay que vender pues.
En las panaderías pasa algo similar: cada día más cercano al Halloween/Día de Muertos hay menos conchas, polvorones, y panes normales para ceder el lugar al Pan de Muerto, que por alguna razón siempre hacen de más y acaban casi regalándolo después de algunos días.
Enjalogüinar es aprovechar todos los elementos posibles de este licuado de fiestas para armar una mega-peda-puente-vacación. Es ir de fiesta en fiesta y de casa en casa pidiendo dulces cuando eres niño y alcohol gratis cuando eres grande. Así funciona, la idea estar disfrazado, y no importa de qué; traer un sombrero de bruja, un bigote de Zapata o una máscara de calaca es como una licencia para echar desmadre.
Pocas veces en la vida he llevado mi licencia para enjalogüinar y de lo único que casi siempre logro disfrazarme es de Grinch de estos desmanes. La neta es que a mí me choca el Halloween/Día de Muertos desde que iba en maternal; resulta que en los días previos al enjalogüinamiento de 1993 mis papás me preguntaron de qué me iba a querer disfrazar, y con singular alegría respondí que de calaverita. El problema era que yo no tenía ni idea de qué eran las calaveritas, a mi la palabra me gustaba y ya pero no sabía que el disfraz consistía en un mameluco de esqueletos horrible que tenía que ponerme con la cara pintada de blanco.
Cuando llegó el día y mi mamá me puso el disfraz, me vi en el espejo y neta me asusté yo solita con lo que vi: ¡me veía horrible! Tal vez no me veía tan horrible, posiblemente lucía muy bonita y simpática con el disfraz ese, pero a mí no me gustaba nada. Total, me llevaron a fuerza a la escuela y anduve todo el día como si tuviera síndrome prementrual: me la pasé de jeta, llorando por todo, no quise hacer nada, me regañaron en la escuela por mi «mala actitud», en fin… me entienden.
Desde esa ocasión veté los Halloweens; aunque a veces sí me disfrazaba de bruja y acompañaba a mis amigos a pedir dulces, lo cierto es que no eran mi hit, y a la fecha no lo son. Pero bueno, el que nace para enjalogüinar, del cielo le cae el disfraz, así que ¡enjalogüinemos!