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Ir a comprar ropa siempre ha sido para mí una actividad complicada: tantos colores, tamaños, telas, texturas y gente intensa midiéndose prendas hacen que me sienta como Mowgli en la selva, o más bien, como el Minotauro perdido en el laberinto. Mientras que mi hermana merece una maestría en selección de ropa, yo soy una facha; eso de medirme cosa por cosa, pedir que me pasen otra talla, salir a modelar, dar la vuelta, regresar y probarme la siguiente no es lo mío.
Sin embargo, ayer tuve que vivir esa experiencia. La razón: es la fiesta de graduación de mi hermana experta en moda la próxima semana y mi papá, quien es la versión masculina de Miranda, la de «El diablo viste a la moda», me puso un ultimátum: «Andrea, tienes hasta el sábado para tener listo tu vestido para la graduación y no se vale reciclar». La verdad, yo tenía toda la intención de darle el avión y desenterrar un vestido no muy usado del fondo de mi clóset; a fin de cuentas, cualquier vestido largo bonito que se combine con unos taconcitos califica como «de noche».
Pero no hubo chance, mi intención de reciclar se vio frustrada cuando mis papás me pidieron en la tarde que los acompañara a comprar una cosas; el pan, aceite para el carro, la verdad ni me acuerdo qué. Con gusto accedí, me subí bien campante al coche y empezamos a platicar de bobadas. De pronto me dijeron, así con su voz cariñosa de padres amorosos: «Andy, ¿y si de una vez vamos a que compres tu vestido?». Bueno, accedí y me dediqué todo el resto del camino a mentalizarme y a ponerme de buenas para llegar a la tienda de vestidos con toda la actitud.
Entramos, vi un vestido, luego otro, después como tres. Me pregunté por qué las tiendas de ropa no son como los pasillos de los cereales, donde a pesar de toda la variedad que hay, ya sabes cuál escoger y siempre compras el mismo. Pero ese sistema no funciona en las tiendas de ropa, y menos en los outlets, donde a fuerza tienes que revisar a detalle todo lo que te vas a probar, por eso de que luego viene roto, manchado o dice «talla 28» aunque es realidad es 22.
Respiré, recé la Oración de la Serenidad y dije «Andrea, échale ganas, hazlo por tus papás que quieren verte en vestido bonito un día del año». Después entré a los probadores: el primer vestido parecía de quinceañera atropellada; esponjado con tela toda lustrosa y fosforescente pero sin pies ni cabeza (nunca le entendí), el segundo no me cerraba, el tercero sí me quedaba pero no se acomodaba de las boobs, el siguiente me hacía una panza rara, en fin… Tuve que perder mi tiempo en cinco vestidos antes de que el sexto me quedara bien.
Finalmente escogí uno azul, y ya al vérmelo puesto me inspiré y hasta me compré unas pulceritas y unos aretes que combinaran; ¿quién sabe qué mosco me picó en el probador? Cuando pagué y salí con mi bolsita de la tienda, mis papás tenían una cara como de éxtasis, creo que estaban más felices que cuando llegaba del colegio con un diez o les decía que quería dormirme a las ocho de la noche.
Total, mi papá pudo dormir tranquilo de que ya tengo vestido y yo me reencontré con las tiendas, no para ir cada venta nocturna, pero un vestido al año, o cada boda/quince años/graduación no me cae mal.