A pesar de que la mayor parte de mi vida he sido creyente y católica practicante nunca había simpatizado con las celebraciones del 12 de diciembre; la fiesta y el desorden que lo acompañan desde hace muchos años me parecían exagerados, de mal gusto y alejados del discurso religioso: ¿agarrar la jarra en nombre de la madre de Jesucristo? No inventen. Aunado a esto, el guadalupanismo me parecía algo reprochable, incoherente y digno de vergüenza, cuando alguien me decía que había que ir a la Villa a dar gracias o a ver a «Mamá Lupita» ponía la misma cara que pongo cuando me preguntan si le voy al América: mi jeta de «¡por favor! no me vengas con tonteras».
Sin embargo, algo pasó hace poco tiempo que hizo que hiciera a un lado mi soberbia y reproche y empezara a amar el guadalupanismo como algo mío. Pasó en agosto de este año, cuando después de muchos años de ahorrar sueldos de becaria y redactora junior, por fin cumplí mi sueño de ir al Vaticano. Era un miércoles con mucho sol y después de recorrer la cúpula de la Basílica de San Pedro decidí entrar a la tienda de recuerdos, no soy de las personas que compran souvenirs pero hubieron dos cosas que llamaron mi atención y decidí llevarlas: un anillo con el «Padre Nuestro» escrito en latín y un dije de madera con un el símbolo de las tres virtudes teologales: la cruz, el corazón y el ancla juntos, los cuales representan a la fe recta, la esperanza cierta y la caridad perfecta, respectivamente.
Tomé los dos artículos y me dirigí a la caja a pagar, ahí me atendió una religiosa (o monja), escuché que hablaba español con un acento como argentino así que la saludé con un «hola» y le pedí en mi idioma que por favor me cobrara. «¿De dónde eres?», me preguntó. «Soy de México, hermana, ¿usted lo conoce?», le respondí tratando de hacer más plática, pues su mirada piadosa me inspiraba a seguir la conversación con ella. «Sí, claro que conozco, estuve ahí en unas misiones hace varios años… «, se quedó pensando y continuó con una pregunta que movió mi mundo y mi fe: «Entonces, ¿vos sois de La Morenita»?
Sabía de qué me hablaba, ¿era o no guadalupana? No tenía idea de qué responder pero algo lo hizo por mí: «Sí», pronuncié sin duda alguna y ese sí lo dije sintiéndome, por primera vez en la vida, parte del fervor guadalupano. Estaba parada en Roma sintiéndome cristiana, católica, guadalupana y orgullosa de algo que había despreciado siempre.
Seguí platicando con la hermana, hablamos de de Juan Diego, de su canonización y del amor que Juan Pablo II profesaba a México. No me quejé del 12 de diciembre, ni de los cohetes, ni del despapaye que se arma en la Basílica. Estaba fuera de mi país, lo menos que podía hacer era enaltecerlo, y lo mismo aplica para la fe.
Salí de ahí con mis dos souvenirs, bajé por la escalera larguísima de la cúpula de San Pedro, mientras pensaba en eso, pero ese pensamiento iba más allá de la razón, fue un encuentro con Guadalupe, con la «Morenita» que cambió mi forma de ver el fervor guadalupano: «Qué grande es esto que nos une…», dije para mis adentros.
Hoy es el primer 12 de diciembre que vivo tras ese encuentro, no fui a la Basílica ni me anexé a algún desmadre guadalupano; sigo al margen de muchas costumbres y tradiciones que no me gustan o que no me parecen correctas, pero lo que sí hice, y que nunca había hecho antes, fue pararme frente una réplica del ayate y dedicar un un instante al agradecimiento y la oración. «La Morenita…», recordé. Fue un memorial de mi conversación con la religiosa en Roma, vi el color de su piel tan parecido al mío y de nuevo me sentí parte de la fe, de la devoción, de un todo más grande que yo. Al mismo tiempo escuché unos cohetes, de esos que me chocan, pero pensé: «si esto hace que uno, dos o un millón de mexicanos tengan un día para tener un encuentro con lo religioso, sin importar la naturaleza de este… pues está bien».