Primero interrumpo y luego pienso

Ya no me acordaba: de niña me chocaba que me interrumpieran; que alguien me cortara la inspiración de una frase o que me pidieran que dejara de tocar el piano porque entraba una llamada de teléfono importante eran razones suficientes para que me quedara enojada todo el día.

Y hacía esto porque en mi casa todos se enojaban cuando les interrumpían, las reglas eran claras: a mi madre no podía llamarle por teléfono cuando estaba trabajando a menos que fuera una razón de peso, a mi padre no podría distraerlo cuando escribía; me decía «de dos a cuatro todos vamos a guardar silencio y a concentrarnos, tú en tu tarea y yo voy a escribir». Así era, este era al ambiente de la prehistoria de las comunicaciones, antes de que entráramos a la era de las notificaciones y de la inmediatez; de las interrupciones.

A pesar de ser una escuincla, yo tenía los mismos derechos, cuando decía «no me molesten» no lo hacían; cuando les decía que quería hablar algo serio ya sabían que había que escucharme completo.

Las alarmas, las notificaciones y los recordatorios se planeaban con anticipación y tenían una función definida. Por muchos años yo sólo conocí cuatro alarmas: la del despertador, la del timbre de las 7:40 (cuando me cerraban la puerta en la primaria), la de la hora de la salida (¡Gracias Dios!) y la de las campanadas de la Iglesia. No había más, a veces mi mamá me ponía alguna otra cuando tenía que hacer algo importante pero eso en general no sucedía. Si bien, existían los calendarios, las libretas y las agencias, yo tenía el control sobre ellas y las revisaba cuando quería; nada de alarmas, nada de interrupciones.

Pasó el tiempo y mi cerebro se adaptó poco a poco a un planeta en donde parece ser que si no interrumpes, no sobrevives. Primero fue el «tururún» del Messenger, en-paz-descanse; luego se incorporó el celular a mi vida (el Nokia de la viborita) y junto con él las alarmas de los SMS; luego tuve mi primer smartphone de ladrillo, y junto con él se instalaron algunas notificaciones más. A partir de este momento, cada vez que cambiaba de celular se sumaban más interrupciones a mi vida: las de Facebook, las del correo del trabajo, las del correo personal, las del banco, las de WhatsApp, las de los grupos de WhatsApp, las de mi vida.

Por otro lado, los teléfonos ahora también son todo menos teléfonos porque lo más difícil del mundo es tener una conversación a distancia sin que se corte o sin que alguien más te interrumpa. ¿Dónde quedó la época en que podíamos encerrarnos a hablar por teléfono fijo sin que se cortara o sin que nadie molestara?

Las conversaciones iniciaban y terminaban, nadie te dejaba en visto ni en escuchado, y raro era que te colgaran sólo porque sí. La gente tenía las pelotas suficientes para oírte completo y responderte. Y como dato cultural, los pobres pretendientes y amiguitos tenían que chutarse la voz de tu papá cuando te hablaban a tu casa… nada de mandarte un mensaje cutre de «¿nos vemos o qué?».

El resultado: hemos perdido la capacidad de poner atención una misma tarea o una conversación normal, así como nos hemos acostumbrado ser interrumpidos, nos hemos acostumbrado a interrumpir; a no ponerle atención a nada porque en realidad parece que todo es urgente pero nada es importante.

Hasta hace poco no era consciente de esto, nada: hablaba como loca, interrumpía como tonta. Estaba comiendo en un Burger King con una persona importante para mí, alguien a quien definitivamente no quisiera hacer sentir poco escuchado o «no pelado», cuando de repente me hizo ver que lo interrumpía mucho:»No me dejas terminar… ¡siempre me interrumpes!». Quizás el siempre fue una exageración, una voz generalizada, pero me fue suficiente para entender. Primero me sentí súper mal: «no mames, Andrea, no debes de interrumpir, ¡escucha!», luego simplemente pensé en que debería darle las gracias por hacerme notar eso. Me disculpé, su respuesta fue bastante comprensiva: «no te preocupes, estás tan sumida en tus cosas que no pones atención a los estímulos de afuera, a los demás». Tenía razón.

Sin embargo, me di cuenta que el problema de no poder concentrarme y no poner atención se debía en parte a que había cedido el control de mi cerebro y de mis prioridades a los demás: a la computadora, al celular, a las personas que ahora pueden aparecerse en mi vida y exigirme sus cosas cuando quieren. Cuando era niña, mi padre desconectaba el teléfono y no pasaba nada, salía de casa sin celular y tampoco, no respondía las cosas «luego, luego» y el mundo no se caía; cuando la gente decidía ver una película esa era la prioridad, igual cuando había que trabajar, las interrupciones eran condenadas; mientras que ahora, hasta son como pastillas de Cevalín para nuestra autoestima: cada sonido, cada alarma, cada «tururún», cada notificación en el celular nos dice que somos importantes, que algo logramos o que alguien simplemente «nos peló» (por fin); medimos nuestro valor por cosas que tenemos que hacer o que parece que hacemos pero no por las que realmente nos importan.

A raíz de esta crítica encontré una función en el celular antes desconocida para mí: la función de silencio; encontré una opción en Facebook que sólo utilizaba cuando usaba computadoras prestadas: «Cerrar Sesión»; y volví a usar una cosa que hay en la manija de mi puerta que se llama «seguro». Por otro lado, ahora evito mandarle a la gente mensajes sin sentido y he retomado la costumbre cavernaria de hablarle la gente por teléfono o de ir a buscarla en persona cuando realmente voy a dedicarle toda mi atención.

Cuesta trabajo, me costó un pleito con mis papás, los mismos que me enseñaron de niña que no había que interrumpir, explicarles que ya no me hablaran por favor en horas de trabajo; también algunas amigas me han reclamado por qué ya no les contesto de inmediato, pero ni modo, es el precio que hay que pagar por poner el teléfono y concentrarme en una sola cosa, ahora me pregunto ¿cómo es posible hacer una sola tarea bien si las personas estamos revisando el celular 200 veces al día? Simplemente es imposible.

Todavía me falta, todavía no aprendo a callarme y escuchar cinco minutos hablar a la misma persona, pero ahí la llevo. Inténtenlo, prueben el reto, cierren la boca y dedíquense a oír, si el interlocutor parece terminar pregúntenle qué más tiene para decir. Eso es escuchar, eso es concentrarse, eso es dejar la moda insoportable del primero interrumpo y después pienso.

 

 

 

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