Tengo la buena (o mala, ya ni sé) costumbre de usar las cosas hasta que se caen de viejas, y esa moda mía no es nueva; la traigo desde que tenía como seis años. Me regalaban un vestido y lo usaba hasta que estaba todo parchado, con hoyos; jodido pues.
A mis papás les chocaba esa onda mía, y les fastidia más que después de 20 años sigo siendo así. Mi mamá todavía me la refresca por las veces en las cuales la hice parecer madre desnaturalizada por llegar a las fiestas y comidas familiares disfrazada de muñeca arrumbada y no de Barbie. Un día la hice pasar ¡la! vergüenza de su vida: sucedió, en aquellos tiempos, que una niña de mi salón de Kínder II me invitó a su fiesta de cumpleaños, el magno evento sería en una casota en Yautepec y mi mamá pues quería que fuera ¡muy! elegante: «neeena, te vistes bonita». Por supuesto que no le hice caso; me valió y me puse un vestido con estampado de frutas tipo bata que traía siempre, un día no podía contar en mi vida si no me ponía ese vestido.
Obviamente, el vestido ya se caía de horrible, pero yo con él me sentía modelo y me lo seguía poniendo. Mi mamá ese día no me dijo nada, pero cuando llegué a la pinshi party y empecé a jugar con los niños… ¡que se me rompe el vestido! Sí, se le deshiló toda la parte de abajo. Corrí hasta la sección de adultos a buscar a mi mamá con la parte de abajo del vestido agarrado para no andar enseñando los calzones en plena fiesta… y cuando llegué con mi mamá ¿qué creen? Pues nada, que mi mamá, con la cara de pena más inmensa de su vida se levantó de su lugar a pedirle a la señora de la casa un hilo y una aguja prestados para coserlo.
¡Qué oso! La mamá de la niña del cumpleaños obviamente mandó a mi madre por un tubo en eso de prestarle material para coser y mejor me ofreció que usara un vestido de su hija, así que la acompañé al cuarto de la niña y me dio un vestidín floreadito que me quedaba ahí dos tres.
Bueno ya… Ese día la libré, pero no aprendí o no quise aprender; seguí usando la ropa hasta que se deshiciera. Eran comunes las frases de bullying hacia mi ropa en mi casa: «Esa falda te la vas a poner hasta de viejita», «seguro te pusiste esa chamarra tan cutre para que tu papá te compre otra», y así blablablá.
Incluso muchos de mis amigos han llegado a ubicar las prendas que repito, repito y repito: los «pants Jordan», «el vestido verde», «los tenis enormes» y «el vestido café con flores», entre otras, cada uno tiene su historia; este último has sido odiado por todos los hombres de mi vida: desde mi padre, hasta mis amigos… todos.
Ese vestido lo saqué de un atado de ropa de mis primas, de esas veces que te pasan bolsas llenas de cosas para que agarres lo que te quede, te acomode o puedas arreglar, cuando sucedió esto tenía catorce años. Mi padre me ha suplicado doscientas veces que lo tire, que lo regale, que lo queme… me compró mucha ropa bajo la promesa de que me desharía de él, no le hice caso. Luego me lo llevé a un mochilazo pensando que lo tiraría para ir cargando menos ropa a lo largo del viaje y comprar nueva allá, pero tampoco lo hice, fui y vine con él. Todos mis novios/amigos/galanes/demás lo han aborrecido: «ponte otra cosa», «parece de abuela», etc.
Incluso, las señoras que tendrían edad para ser mis abuelas, las amigas mayores de mi mamá me han dicho que está espantoso, pero no hago caso, yo me siento un ángel de Victoria Secret con él, aunque esté híper cutre. No sé por qué les choca tanto.
Luego tenía unos pants marca Jordan pirata, que además eran talla XL (soy talla S), obvio me nadaban, eran enormes, eran como una bolsa de papas gigante con agujeros para que se asomaran mis pies, y además eran de un color verde «uniforme de gasolinero espantoso».
Esos pants eran increíbles; estaban buenísimos para subirme al Metro retacado y no tener que usar el «pito de Mancera», ni quien me molestara; cualquier resquicio de sensualidad quedaba oculto por metros y metros de tela para pants. Sin embargo, el problema no era que los llevara al Metro (para eso eran), sino que me los llevaba ¡a fiestas! Sí, una vez me los llevé a Perisur (sorry, el pobre amigo que me acompañaba sintió vergüenza de entrar al «Palacio» conmigo así), y de ahí a una fiesta donde me la pasé bailando, y para acabarla de amolar, me los quité hasta las 12 horas de día siguiente.
Esos pants también los odiaba todo mundo, mis amigos del tenis siempre decían que iban a hacer un ritual en las canchas de la Universidad para quemarlos… hasta que un día desaparecieron. Sí, de-sa-pa-re-cie-ron; ¡no los volví a ver! Los busqué por todas partes; ¡ni sus luces! Bueno, ni modo, «ya aparecerán», me dije, dudaba que alguien en su sano juicio los quisiera.
Sin embargo, como dos años después sucedió que se los vi puestos al jardinero de mi papá… ¿O sea? Me habían dado baje; sí, mis papás le habían regalado al jardinero mis adorados pants sin mi autorización. ¡Eso no se hacía! Fui con mis jefes, les reclamé y pues ellos me dijeron que «simplemente lo habían hecho por mí bien, que no querían volvérmelos a ver puestos».
Esa fue la historia de mis pants Jordan. Pero bueno, la de mi vestido café aún no termina porque todavía está en mi clóset esperando para una nueva batalla, o a que alguien lo agarre y lo lleve a la caridad, pero a estas alturas de la vida de ese vestido mi papá me dice que nadie, nadie, ni las homeless lo van a querer, así que pues mejor ¡me lo quedo!
Algunos se preguntarán por qué mi afán de explotar la ropa como si fueran becarios de agencia de publicidad, o de cualquier lado. La verdad no es por que sea fodonga, sino porque así soy, me gusta vestirme igual… como en las caricaturas, por la misma razón por la que Helga Pataki siempre trae su vestido rosa o por la que Ash Ketchum de Pueblo Paleta trae los mismos pantalones eternos. Ese es el uniforme de Andypandylandia. Punto.

Yo, con el vestido café cuando lo llevé de viaje.