Ayer hice un trato con un amigo de que cuando uno esté triste, el otro tiene que pedirle que cuente uno de sus mejores recuerdos de la vida, y sirvió; adiós lágrimas, adiós mensajes depresivos, adiós problemas mentales.
¿Cuál es ha sido el mejor día de mi vida? Me pregunté, no fue difícil responder, fue una tarde lluviosa de septiembre, hace uno nueve años, en un club de tenis de Tampico. Recordé el calor, la humedad, la mezcla del sudor con el agua del suelo evaporándose junto a mis tenis.
Ese día fue el mejor porque hice algo que nunca había hecho: calificar a un torneo de tenis profesional. Para muchos no es nada del otro mundo; se trataba de un ITF con bolsa de 10,000 dólares, en el mundo del tenis profesional eso no es nada, esas competencias son apenas la base de la cadena alimenticia, son la línea de salida que te conduce a los de 15,000; luego a los de 25,000; pasando por todos los de en medio hasta llegar a los Grand Slam.
Ese día gané un partido que me dio dos grandes lecciones: primero aprendí a creer en mí, a la chica que me tocó enfrentar la había visto entrenar y me había dado la impresión de que jugaba «un carro», así se dice cuando ves a alguien juega muy bien, pero pues dije «equis, es ganable». El partido empezó después de haber sido atrasado por lluvia, creo que en esa semana había tormenta tropical; la chica comenzó a jugarme a los madrazos, me traía corriendo de lado a lado, y pues yo hice lo que siempre hacía: ser una pared que devolviera todo, todo, todo, hasta que el otro se fastidiara o me la diera fácil para ganarla yo. Siempre me han criticado que juegue así, pero pues cuando no tienes ni la mejor técnica, ni físico, ni talento, pues algo hay que hacer, y yo elegí volverme paciente al nivel de la desesperación.
La segunda cosa que aprendí fue algo que casi nunca se muestra en esta vida: a llorar, pero por pura felicidad. Mi mamá esa vez me acompañó y me tomó una foto con mis lagrimotas; estaba feliz, sólo era cosa de ganar un partido más y tendría un punto WTA, aunque en ese torneo no lo logré, pero tan sólo imaginarlo me hacía pensarme como miembro de otro mundo, del de los tenistas que sí existen; en el tenis no eres nadie mientras no estés en la lista del ranking profesional.
Ya me sentía parte de esa vida, después de haber sido la más lenta de las clases de deportes, la que no podía cachar una pelota, la más mala; esa niñita de lentes con quien daba pena haber perdido.
Sí, ese día supe lo que era estar en estado de ebriedad aunque nunca había bebido alcohol, la felicidad me hacía sentir torpe, boba. Salí de la cancha con mi maletero, dejé a mi mamá en su taxi, pues ella debía volver a México, y me quedé con mi housing, así se le dice a la familia que te invita a quedarte con ella cuando vas a los torneos.
Después de ese partido que me dejó feliz, eufórica y hasta lesionada; perdí en primera ronda de main draw, contra una jugadora de Georgia que no me dejó hacer mucho, aún así, terminando mi partido fui a la mesa del árbitro a cobrar lo que me tocaba: 98 dólares, más como 20 por haber jugado dobles, menos impuestos. Lo recuerdo bien; fue la primera vez que cobré por jugar tenis y que pagué impuestos (detalle no tan padre). En ese entonces para mí era un dineral, y a como está el dólar ahora, pues creo que lo sigue siendo.
Entre ese día y hoy han habido días muy felices; he hecho cosas quizás más padres o trascendentes, gané partidos más importantes, fuera y dentro de la cancha, pero hasta ahora, a pesar de que en mi cerebro se ha gestado mucha dopamina por otras circunstancias, no he vuelto a sentir eso que viví esa lluviosa tarde septiembre de cuando tenía 17 años.
De lo más emotivo y bonito que he leído en mi larga vida
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