El país de la angustia

Sigo si entender por qué Jonathan Swift no relató los viajes completos de Gulliver, pues pienso que el doctor viajero fue a más países y su creador no nos lo dijo. Ya escribió José Gaos que seguro fue a la nación de los lentos y a la nación de los acelerados. Eso no lo puedo confirmar, pero confío en mi memoria y sé que él conoció el país de la Angustia. No me cabe ninguna duda de que Gulliver desembarcó un día en Angustialandia porque yo nací ahí y aún recuerdo el monumento ecuestre que los angustiosos levantaron en su nombre, pues temían que se resintiera con ellos y no volviera más.

Hace mucho que no vuelvo a mi patria, tendrá unos dos años que decidí exiliarme en lugares más civilizados pero aún así el acento no se me quita. Así como los venezolanos siguen cargando con su recurrente «coño de la madre» y los argentinos con sus «boludos», a los angustiosos no se nos va el «y si… pasa esto o el otro» aunque nos lavemos la boca con jabón todos los días.

Y la verdad es que ya no quiero regresar. Extraño sus jardines perfectos pero no sus frutos temblorosos. Tengo reminiscencias de las tradiciones angustiosas pero prefiero no darles más cuerda. Es un lugar hermoso pero más opresivo que el régimen talibán; allí las mujeres no usan burka, no… en lugar de eso utilizan vestidos que les vuelven invisibles. En «La Parisina» del País de la Angustia venden al por mayor la tela de la capa de Harry Potter para que las damas puedan confeccionarse su ropa y así no les vea nadie porque tan solo existir da miedo.

Las calles son limpias y ordenadas pero tienen letreros por todas partes con la leyenda «No equivocarse», y en caso de que suceda las multas son altísimas por lo que la gente prefiere no hacer mucho. Pero bueno, nací ahí, el País de la Angustia es mi patria aunque yo sola cancelé mi pasaporte para no volver. No pienso ver más a mis parientes dentro de sus fronteras ni a mis antiguos amigos que ejercen el oficio que la mayoría de sus ciudadanos practican: el complejo arte de inventar.

Mientras que en el pueblo de Chignahuapan el oficio común es hacer esferas para abastecer la Navidad de todo México, en el País de la Angustia la gente vive de inventar historias. Sus ciudadanos se levantan temprano y comienzan: crean noticias falsas y graves consecuencias, inventan pecados que en la Biblia jamás han aparecido, formulan los peores agravios y todos ellos se empacan en forma de conversaciones inocentes para ser exportados a todo el mundo.

Las sospechas de infidelidad, el miedo a la bancarrota y el terror a los robachicos en la mayoría de los casos vienen de ahí. Son hermosas artesanías diseñadas por los trabajadores angustiosos que se fletan en eso unas 18 horas diarias. Casi no comen y no duermen, nada tiene sentido en su vida más que trabajar frente al telar de la imaginación.

Los datos de salud pública son desastrosos, 100% de la población padece insomnio y un número respetable tiene gastritis y hemorroides. La gente no hace nada, han aprendido a vivir así porque «ni modo»; unas veces culpan a sus genes, otras sólo se resignan a la vida que les tocó mientras siguen alimentándose con el desayuno típico: café con uña y un poco de cutícula.

En fin… con todo y mi identidad bien arraigada un día decidí irme de ahí; crucé la frontera con el estigma del forastero. El primer día fuera de mi país me preguntaron qué sabía hacer y sin pensarlo les respondí: «¡historias!» y así fue como me contrataron haciendo lo mismo que los miles de migrantes angustiosos que se ganan el pan fuera de su tierra: inventando rollos, a veces tan trágicos como los que se generan en las maquiladoras del País de la Angustia, otros no tanto. Algunos viven de tejer chismes de oficina, otros son directores de cine, digamos que yo estoy en la media; hago cuentos para que la gente compre cosas que no necesita e historias bobas para que quienes se me acercan se rían un rato de ellos, de mí y de los dos… ya no importa, la paso bien, sólo que sigo sin entender cómo hacer para vivir en este lado del mundo donde sólo puede vivirse un día a la vez.

 

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