Mi mayor fobia en la vida no eran las cucarachas, tampoco los fantasmas; mi miedo más auténtico tenía nombre, se llamaba «estar sola los domingos» . Era terrible enfrentar esto; en las temporadas dulces, aquellas en las en que tenía novio/pretendiente/peoresnada inventaba un plan desde muchos días antes para asegurar que alguien me acompañaría al cine, al súper o al menos a no hacer nada… y en los tiempos de soltería huía desde el viernes en la noche a casa de mis papás o de alguna amiga. En caso de que ellos tampoco pudieran pasarlo conmigo me conseguía algún trabajo extra o me organizaba cualquier plan para estar ocupada.
El silencio, la flojera, el letargo y la ociocidad dominicales me aterraban, después entendí que simplemente no quería estar conmigo. Sin embargo, cuando temes a algo, la vida te obliga a que lo experimentes hasta que ese miedo se convierta en tu victoria. Y entonces me mandó a vivir a otra ciudad, sin novio/pretendiente/peoresnada, sin papás y sin amigas de toda la vida, donde la única responsable de los domingos tenía que ser yo misma.
Al principio los domingos fueron días de trabajo normales, un preámbulo del lunes. Prefería trabajarlos sin paga antes que llamarlos por su nombre. Tan sólo la idea del día libre me hacía sentir frío, flojera, angustia, asco. Pero esta costumbre me llevó al borde del hartazgo, llegó el momento en que el mal genio y las ojeras eran pancartas en pro del domingo.
Y entonces, los primeros domingos libres que tuve fueron un espanto en el que no sabía qué hacer conmigo: ¿acaso no te soportas a ti misma? Me pregunté varias veces. Pero poco a poco descubrí cosas desconocidas para mí, como que me podía levantar a la hora que quisiera e ir a desayunar al lugar que me gustara sin tener que ponerme de acuerdo con nadie.
Romper el hielo con uno mismo puede ser una tarea difícil, después te das cuenta que puedes escuchar la misma canción 20 veces sin que nadie te diga nada y cantarla sin ningún tipo de pena. Aprendes que no es justo que a esa libertad le llamen «estar solo».
Un domingo fui a la sección infantil de la biblioteca, especialmente al estante donde están los libros de dinosaurios; otro fui a la misa en español y me quedé a la de inglés nada más porque sí, para ver en qué eran un poco diferentes; el siguiente tomé el coche y manejé hasta la playa sin pedirle permiso a nadie, porque hacía falta mar y nada más; otro dije «hoy no se hace nada» mi cuerpo se esforzó por seguir esa instrucción.
Con el tiempo, los domingos se convirtieron en fiestas de una sola persona, aprendí a envolverme en el silencio como si este fuera una cobija debajo de la que se sueña y se descansa, un silencio que sólo puede ser suspendido por el Hallelujah de Handel o por leer poesía en voz alta para complacer a las paredes y a las cajas. Aprendí a ir a la iglesia como quien va a buscar a Dios y no como rito familiar. Aprendí a regresar a casa y encontrar que me espera el olor del café recién molido. Aprendí a estar conmigo.
disfrútalos a morir, qué bueno que tengas esos domingos para tí solita. Abrazos a la distancia.
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