Llevo varias semanas aprendiendo mucho, tanto que poco tiempo había tenido de escribir. Los problemas del momento me tienen estudiando, pensando en nuevas formas de estar al servicio del mundo, buscando como beneficiar a más personas desde una posición humilde y poco importante. Mi estado de ánimo ha sido cambiante, pasando de eufórico a apático y de regreso; supongo que muchos estamos así. He tratado de mantenerme ocupada, un poco porque ver la vida como una lista de pendientes interminable reduce mi ansiedad cuando lo único que intento es ir uno por uno.
Hace un año que trabajo desde casa, esto del encierro obligatorio no me ha afectado mucho, la vida sigue igual en muchos sentidos. Sin embargo, hay cosas que valoro más que antes, como escapar a comprar un café a medio día o la misa los domingos; cosas que uno da por hecho y que de la nada ya no pueden hacerse… aunque no importa, puedo vivir sin ellas, puedo vivir sin lo que sea, o eso me gusta pensar.
Trabajar desde casa me permite hacerlo a la hora que se me da la gana, y eso es literal, hay días en que me despierto a las 5 o 6 de la mañana y me encuentro con que he dejado cosas pendientes. Prendo la computadora y las hago, al fin que a las 7 me vuelvo a dormir, lo cual no dura mucho porque a las 8 empiezan las llamadas… y entonces ahora sí: a empezar de nuevo el día, esta vez como si fuera a propósito.
Y estos días de encierro y paranoia trabajar cuando se me da la gana significa hacerlo a toda hora, no sé si sea sano, quizás no, mucho menos rentable, pero así como la gente invierte su dinero en papel sanitario que no necesita yo decidí invertir horas de trabajo gratis en que la empresa que paga mi cheque sea mejor, quizás así cuando la cosa mejore salgamos ganando un poco y recuerde esta temporada como un bono de tiempo que la vida me dio para ponerme al corriente con la lista interminable de pendientes que parece no tener punto de saturación.
Y si no tiene una ventaja trascendente, haber trabajado extra será simplemente un acto de protesta, es la forma que encuentro de decir «no estoy de acuerdo», porque la realidad no me gusta y estar en movimiento (dentro de mis cuatro paredes) es la única manera que se me ocurre para cambiarla. Estoy ocupada porque no me gusta el mundo, no me gusta que un montón de gente esté sin poder trabajar y me siento responsable de aprovechar al máximo que yo sí puedo, porque quizás si sigo en este camino algún día pueda hacer que las cosas sean diferentes, aunque me desespera no saber cómo.
Sentirme responsable y agradecida con esto me ha vuelto un poco más tolerante, un poco más paciente (al menos por hoy) con la gente que está enojada con su propia situación y que en algún momento de la vida descarga su malestar conmigo, desde el cliente enojado hasta la cajera del supermercado. Las personas en general se perciben un poco molestas, algo deprimidas, un poco frustradas, y no me queda nada más que estar para ellas, a la mala o como se pueda.
Esta historia de los tiempos del coronavirus ha sido un llamado para de nuevo, ponerme al servicio del mundo. Dentro de este estado de emergencia me he propuesto a mí misma no decir «no» a nada, contrario a las sugerencias de cualquier libro de superación personal, pues quizás sea el único «sí» que algunas personas reciban en todo el día: ¿puedo cambiar este producto por otro? Sí. ¿Puedes ayudarme a hacer tal cosa? Sí. ¿Puedes conseguirme algo en el súper? Sí. ¿Puedes pagarme lo que me debes? Sí… al menos una parte. ¿Puedes darme descuento especial? Sí (aunque quizás tenga que resolver otro problema después). ¿Puedes hablar? Sí… y sí a todo lo que se pueda, porque estos «sí» pequeños quizás valgan mucho para aquella persona que ha pedido un abrazo y se le ha dicho que no.