Mi encuentro conmigo, y con el cine

Cuando era niña tenía la sana costumbre de ver todos los días una película en la tarde, casi siempre era alguna de Disney o del estilo. En vacaciones me echaba dos y cuando mi mamá no estaba, ¡hasta tres! Con ella no podía aplicar esa a menos que la tercera película fuera uno de sus videos de ejercicio, de esos noventeros de Cindy Crawford o de Jane Fonda, por eso de que «tenía que hacer actividad física», porque según ella si no me movía me ponía de malas y ni quien me aguantara. A mi papá le valía, él hasta se ponía a ver «La Bella y la Bestia» por enésima vez y aplaudía al final; ¡no bueno! Lo peor es que nada de esto es cuento, mi mamá efectivamente me ponía sus pelis de ejercicio y mi papá si aplaudía en los finales de las películas como si estuviera en un concierto de Paul McCartney.

La cartelera estaba predefinida, consistía en «estrenos» y películas «always on». Los estrenos eran películas nuevas que me prestaban del videocentro que tenía mi papá y rara vez las podía ver más de una vez porque siempre estaban rentadas; había ocasiones en que incluso tenía que esperar a que pasaran de moda, quizás es por eso que hoy sigo aborreciendo las modas. En un lugar como en el que crecí, en una época sin Netflix y sin Facebook, un «video» era como un oásis en el desierto.

Me acuerdo que una vez ahorré como 15 varos o lo que costaban las pelis, y me formé en el mostrador para rentar  «Hércules» cuando era sensación y Megara era demasiado sexy para la moral de esos años. Le dije a la empleada del mostrador, quien era una señora que me caía súper mal porque no desempeñaba bien su trabajo (llegaba una hora tarde, no limpiaba y no atendía chido a los clientes por estar desayunando sus chilaquiles tamaño Whopper). «Fulana, quiero esta película, por favor». Me vio raro, hizo cara de risa y me dijo: ¿Cómo? ¿La vas a rentar? Su cara me cayó gordísima (estaba en el papel de cliente, ¡debía atenderme!). «Sí, como mi papá no me la quiere prestar porque dice que los clientes tienen prioridad, entonces la voy a rentar». ¿Y saben qué pasó? Pues que me mandó a volar.

Cuando apareció mi papá en el changarro le hice EL BERRINCHE de mi vida, y con justa razón, estaba en papel de cliente y su asistente no me había querido rentar una película. «¡Papá! No se vale que ni porque quiero ser cliente y pagar lo mismo que todos, no puedo ver las películas». No me acuerdo en que acabó la historia, ese día tenía ganas de ir a la Profeco y armar un julepe contra mi propio negocio, pero pues a alguna negociación habré llegado.

Como era tanto desmadre llevar estrenos a la tele de mi casa, a veces tenía que ser feliz con las «always on». Esta clasificación incluía «Blancanieves» y todas las de la prehistoria de Disney, y otras que nadie pelaba pero que a mí me gustaban, «El Príncipe de las Nieves» era mi favorita. Tanta película de ese tipo me hizo un cerebro cursi, ahora entenderán porque escrito tanto poema, pero pues luego tampoco me dejaban ver otras cosas, «Los Simpson» estaban vetados, «Dinosaurios» también, hasta las pelis de «La Risa en Vacaciones» eran restringidas por «no ser constructivas».

Una vez pasó que mientras hacía la tarea empecé a escuchar a mi mamá riéndose sola. ¿Qué pasa? Me pregunté y fui a ver qué onda con ella. ¡Estaba viendo «Dinosaurios» con una bolsa de palomitas! Era el capítulo en el que el hijo grande prueba las verduras y todos arman un drama como si se tratase de un drogadicto. Regañé a mi madre: ¡Mamá, no puedes estar viendo Dinosaurios! Y me respondió muy inteligentemente: «Esque uno de mis alumnos se la pasa hablando de estos monos y tengo que verla para entenderle». No bueno, aborté la misión regañadora y me senté junto a ella. ¿Y la tarea? Muy bien, gracias…

Luego pasó que empecé a crecer, y con esto las tardes se volvieron cada vez más cortas hasta ya no existir. Después crecí más y las películas de ejercicio dejaron de ser lo más chafa y se volvieron la función estelar, sólo que ahora los videos de Cindy Crawford fueron reemplazados por los de «Insanity», o peor aún, por los de música que ponen en los gimnasios en los televisores que están frente a las caminadoras.

Después de 15 años de haber dejado la costumbre de la peli diaria, últimamente he hecho el esfuerzo por retomarla y aprovechar mi suscripción de Netflix, hace como dos años empecé a pagarlo y me pasa como a la gente que se inscribe y jamás va al gimnasio, rara vez puedo verlo.

Desde que empecé a hacer esto, siento que volvió a mí una pasión que había dejado ir: el amor por el cine, esa sensación de imaginarte siendo un personaje de la película, pero que en el instante en que inician los créditos, regresas a ser tú mismo pero con algo nuevo que ha de quedarse para siempre.

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