He tomado café con mi papá dos o tres veces desde que murió. Antes era a medio día, ahora es a media noche cuando estoy quedándome dormida. Platico con él, ha venido a verme. Me ha contado cosas que no sabía y me ha encargado otras. Hemos discutido un poco, se ha dado cuenta (¡al fin!) de que no soy tan inteligente e independiente como él lo pensaba. Se está percatando de que todavía lo necesito.
Hemos aprendido ambos a tratarnos como personas normales. De niña lo veía como el papá perfecto, como el gran héroe, luego me di cuenta, poco a poco, de cosas que no me gustaban nada, pero a pesar de todo… él intentaba ser la mejor persona que podía en el día que le tocaba. Mi papá no es perfecto, me lo dije a mí misma varias veces llena de tristeza. Ahora me lo repito como mensaje de paz: mi papá no era perfecto, gracias a Dios…
Entendí que querer al progenitor como el ser sin equivocaciones es la llave de dos grandes torturas: la ceguera y la decepción. Lo mismo aplica para las mamás: el espejismo de la madre inmaculada y sin defectos de fábrica es tierra fértil para la toxicidad.
Ahora que no está en la tierra y sólo pertenece al mundo de los sueños le pregunto cómo debo hacerle para corregir las heridas de sus decisiones; he podido explicarle el dolor y la frustración que me causaron sus caminos empedrados. El me decía que todo estaba bien, me vendía la ilusión de que transitábamos por una carretera de alta velocidad, mientras yo me tropezaba con los topes.
Me enseñó a ver la vida positiva, eso se lo agradezco. Me enseñó el ejemplo de lo que no se debe hacer en diversas circunstancias, y está bien porque también me dio muchas referencias de lo que sí es correcto. Aún así, cuando uno se enreda arreglando el pasado para poder desenredar los nudos y dejar que el agua fluya, es imposible que todo salga a la primera: “¿por qué hiciste esto o el otro?”, le he preguntado demasiadas veces. Su imagen se queda en silencio, ya no quiero que me lo explique, ya sólo quiero entenderlo por mí misma para no llevar conmigo los mismos demonios, los mismos nudos, los mismos asuntos sin resolver.
Lo veo de cerca, lo recuerdo ahora mismo, me encuentro con la misma mirada que se ocultaba detrás de sus lentes de marco negro. Son los mismos ojos que nunca lloraban hacia fuera pero que se derramaban por dentro. Sé que lloraba, sé que tenía miedo, sé que era una persona normal que deseaba parecer grande ante mi pequeñez. Ahora le quito el sombrero, le acaricio la cabeza sin pelo y le digo: quédate en paz, voy a hacerme cargo de lo me dejaste en la tierra, sólo que ahora me toca hacerlo a mi manera.
Andi, este es de los textos más hermosos que he leído, tan valiente, tan sincero, tan amoroso, tan así como tú. Me gustó muchísimo y me conmovió profundamente, realmente amamos al mismo padre y te agradezco cada palabra que escribiste. Eres un magnífico legado de nuestro apá al mundo.
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