¿Cómo mi peor decepción se convirtió en lo mejor de mi vida?

Hace dos años estaba comprando un boleto de avión para ir al otro lado del mundo a ver a la persona que consideraba el amor de mi vida. Hace dos años el mundo era diferente; se podía viajar, y mucho. Hace dos años yo era otra persona: tenía miedo, mucho más que ahora.

Con el apoyo de mis papás, mis jefes, mis ahorros, mi tarjeta de crédito, además de un poco de un poco de estupidez humana me metí a KAYAK.com y conseguí un pasaje a la ciudad de Sapporo (sí, el escenario de «Baila, Baila Baila» de Murakami), con escala en Los Ángeles, con otra escala más en Hong Kong. Fue muy divertido, porque unos días antes envié un paquete por FEDEX a Japón y llegó en sólo 24 horas (menos de la mitad de lo que yo me tardé). 

Cuando decidí cruzar el Pacífico ya llevaba poco más de un año de un intento de relación a distancia, durante todo ese tiempo contaba los días para volver a ver al susodicho y vivía con la fantasía de que todo sería igual, no contemplé que las personas cambiamos. El dolor de extrañar a alguien nos cambia (para bien o para mal), vivir en un lugar con una cultura distinta también nos cambia. Todos cambiamos. 

Después de pasar una noche en un hostal y otra en un aeropuerto, además de una revisión horrible de parte de los agentes de migración de Japón, me cité con él ex gran amor y actual amigo en una estación de tren. Tras unos días en Sapporo fuimos a Osaka, de ahí a Kyoto y a Nara, la convivencia era tediosa y difícil. Algo más difícil que vivir sin alguien que quieres es volver a verlo y encontrarte con una persona totalmente distinta. 

La ciudad de Sapporo es fría y un poco gris, o al menos así la recuerdo por lo triste que estaba. En Osaka la vida fue un poco más colorida. Allí descubrí que hay dos lugares en donde siempre me siento en casa sin importar dónde esté: en la iglesia y en el Starbucks, no porque sea fanática de uno o de otro, sino porque allí encuentro gente que me entiende. El evangelio de Mateo es igual aquí y allá, como también el café del día. 

Después de dos semanas de dura realidad explicada en japonés, tomé el avión de regreso. Una semana después la historia terminó, se acabó por teléfono, como cualquier otra conversación larga y molesta. Los siguientes días fueron horribles, pero esos fueron el principio de lo mejor que me pudo haber pasado. Le escribí a mi papá, no quise hablarle porque me sentía demasiado baja de energía como para sostener una conversación, aún guardo lo que me dijo: «Como dice el Kaizen, desaprender a veces es más difícil que aprender. Lo que hace que funcione es que desaprender está en la casa del ayer y aprender en la del mañana. Besos».

Sin saberlo, esas palabras que me escribió serían el mismo remedio para afrontar su muerte un año y medio después. Entonces me puse a desaprender: desaprendí mandar mensajes sin sentido esperando una respuesta afectiva, desaprendí cómo ser codependiente (en gran porcentaje), desaprendí la idea de que todo era mi culpa, desaprendí la idea de qué debía ser especial e importante para alguien. 

Tanto desaprendizaje dejó el espacio libre para aprender quién era yo: yo era tenis, yo era poesía, yo era libros, yo era mi familia, yo era lo que se me daba la gana. Así fue como mi vida empezó de nuevo. Cuando me di cuenta había cambiado todo, repito: el dolor nos cambia, y si sabemos que nos estruja y nos aprieta hasta deformarnos, es mejor que sirva para bien. 

Al principio me sentía derrotada: el calendario me recordaba el tiempo perdido, el estado de cuenta del banco no me dejaba olvidar lo que me había costado el chiste. Y mi propio corazón me pasaba la cuenta de lo que yo me había empeñado en que algo insostenible funcionara. Después también desaprendí esa costumbre de sacar cuentas y números antes del resultado final. Pensaba que el partido había acabado y estaba todo perdido cuando aún íbamos 2-2. Porque al final gané y por mucho. 

Gané desaprendiendo y tomándome fuerte de las cosas que me hacían más feliz, el tenis y escribir fueron las más importantes. El tenis me regaló a Efra, la persona con la que decidí compartir mis días y que me enseñó que el amor puede encontrarse en las canchas mientras haces lo que más te gusta, y que a pesar de la pandemia y de los problemas del mundo, no tiene que ser difícil. 

La segunda fue escribir, lo que me hace sentir fuerte y me da la felicidad de poder contar mis aventuras y seguir buscando más historias. 

Hace dos años, en Kyoto.

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