Dulceamargo o el día de la boda y el funeral

Mi esposo y yo decidimos casarnos en octubre del 2020. Teníamos esa meta, pero no se pudo: entre que mi papá enfermó gravemente y la crisis del coronavirus parecía imprudente. “Va a ser cuando tenga que ser”, me dije a mí misma. Nunca escuché a mi papá tan feliz como el día en que le había dicho que conocí a Efraín y que estaba segura de que era la persona con quien me casaría. Sabía que era algo muy importante para él, aunque yo siempre fui clara en que no quería una gran fiesta ni vestirme de blanco, a lo mucho una ceremonia privada. 

Llegó noviembre y las cosas se pusieron peor. Algo me decía que no lo iba a volver a ver, pero por otro lado me hizo prometer (hace muchos años) que cuando lo viera cercano a sus últimos días no haría drama y lo trataría como persona normal. Hablábamos por teléfono y yo hacía el esfuerzo de platicarle de cosas no relacionadas con su salud. 

De las últimas pláticas que tuvimos una fue sobre la lista enorme de requisitos que me pedían para casarme por la iglesia católica, a pesar de ser muy religioso me aconsejó que sólo lo hiciéramos por la vía civil para iniciar nuestros proyectos conjuntos aunque después tomáramos el sacramento del matrimonio, cuando las cosas estuvieran mejor. Decidí seguir su consejo. A pesar de todo, él me juró que renovaría su visa para estar en la boda: «voy a ir, te lo prometo, ahí voy a estar en primera fila». Aunque yo ya estaba hecha a la idea que esto no iba a ser posible: porque tenía la visa vencida, el pasaporte expirado y una anemia que no lo dejaba ni moverse. Además de que los puentes internacionales estaban cerrados y las oficinas no tenían citas disponibles.

Un primo de un amigo nos presentó con un juez que podía casarnos, fuimos a las oficinas del condado a pedir una licencia de matrimonio y nos agendó en su calendario para el 10 de diciembre. El fin de semana previo decidí ir a competir a un torneo de tenis en San Antonio. Fue una decisión difícil, por un lado quería ir a México a ver cómo estaba mi papá y por otro lado él me dijo que no fuera, que tenía que ir a San Antonio: “ojalá quedes otra vez campeona”, estaba muy entusiasmado de que jugara de nuevo porque una semana antes había ganado un torneo en Corpus Christi. 

La última llamada que tuve con mi padre fue caminando en el River Walk de San Antonio: “busca un restaurante italiano donde todas las sillas son de diseño diferente, ahí te llevé de niña”. Busqué el lugar en cuestión y no lo encontré, terminé en el Hard Rock tomándome un café pues no me atreví a gastar en nada más, es carísimo. Al día siguiente gané el torneo, jugué impresionante, no sé qué me hizo hacerlo tan bien. Él quería que ganara y Dios se encargó de darme la inteligencia para cumplir su última voluntad.

En la tarde me llamó Efraín; resultó que el juez tenía que salir de la ciudad y no nos podía casar esa semana, que había que recorrerlo al siguiente jueves. No tuve ningún inconveniente, está bien. No había problema, todavía no le había dicho a nadie, ninguna persona había hecho espacio en su agenda para acompañarme ese día y así estaba perfecto. 

En la mañana del 10 de diciembre desperté con la noticia de que mi papá había fallecido. Sí, ese día, el día que yo planeaba irme a casar a las 5 de la tarde resultó que mi papá se fue. Dicen que matrimonio y mortaja del cielo baja, y a nosotros al parecer Dios nos estaba aplicando la promoción de paga uno y lleva el otro gratis. Triste pero lo único que uno puede hacer es reír cuando ya no le queda de otra. 

Avisé en mi trabajo, mis jefes me apoyaron para que fuera al funeral, uno me compró un boleto para el siguiente vuelo y otro me regaló $200 dólares para apoyarme con los gastos. Me hubiera gustado darles otra noticia, pero ese fue el tema del día. Efraín me llevó al aeropuerto y él se quedó haciendo mis labores. 

Llegué a México asustada. No entendía qué pasaba, no recuerdo muchas cosas, tengo lagunas mentales de ese día, de ese día que por decir que no me quería vestir de blanco, el destino me obligó a vestir de negro. Aún no podía creer que había pasado eso, no asimilé la muerte de mi padre hasta que llegué a su casa y vi todos los trastes apilados en el fregadero, él jamás habría permitido eso, él tenía una obsesión con que los platos estuvieran en su sitio. La señora Pot y Chip de la Bella y la Bestia le tenían miedo, en cuanto lo escuchaban pasar volvían a la alacena sin hacer ruido. 

Pero viendo las ollas sobre los vasos de cristal mientras sostenían una cuchara sucia fue cómo entendí que él ya no estaba. Era verdad y no podía hacer nada. Y en mi imaginación vi como los platos lloraban por su ausencia dejando caer agua sucia y residuos de café podrido. 

Regresé a McAllen dos o tres días después, Efrain me recibió con un ramo de flores y me preguntó si aún quería que nos casáramos. Le dije que sí, que la vida seguía y que mi papá jamás habría querido que pusiera pausa por guardarle luto, pero que aún así había que respetar el proceso de duelo de los demás y guardar silencio. 

No quería ofender a nadie, no quería opacar el fallecimiento de mi papá con la felicidad de mi matrimonio, no quería hacer sentir a nadie incómodo, no quería hablar, no quería dar explicaciones, no quería recibir opiniones ni críticas, no quería nada más que cumplir con lo que tocaba cada día. 

Llegó el siguiente jueves. El juez nos dijo que podía casarnos en su hora de comida porque estaba muy ocupado. En vez de ir al lunch fuimos a la corte. Ese día Efraín me cepilló el cabello y yo le puse la corbata. Salí de mi casa con el vestido y los tenis que uso para el trabajo, tenía planeado cambiarme los zapatos por algún calzado decente pero se me olvidaron en mi departamento, por su parte a Efraín se le olvidó la licencia de matrimonio en su casa (todavía no teníamos un departamento juntos) y debíamos regresar por ella. Era tarde, sólo podíamos ir por una de las dos cosas: ¿zapatos o licencia? Es claro que la segunda era más importante. 

Me casé con tenis para jugar tenis, Efraín por solidaridad se cambió los zapatos y se puso tenis también. En la boda usamos máscaras y sólo había tres personas: el juez, la secretaria y el primo del amigo que nos presentó al juez. Me preguntaron si cambiaría el apellido por el de casada y mi respuesta fue “no en este momento”. Hacía siete días que mi padre se había ido y quitarme o cambiar su nombre en ese momento era algo que no tenía la fuerza para hacer, y que todavía no la tengo. 

Mi mamá se enteró varias semanas después, ella se lo imaginó y me llamó para preguntarme: ¿ya te casaste, verdad? No lo negué, a lo que siguió ¿y por qué no me avisaste? Mi respuesta fue “porque sólo le avisé a mi papá”. En ese momento mi mamá olvidó que mi padre estaba muerto y se conectó con mi pasado adolescente: “¿por qué siempre le avisas las cosas importantes a tu papá y no a mí?”. 

“Pero mamá, mi papá ya no está, ¿cómo crees que le avisé?”. Y mi mamá cayó en cuenta del presente y no supo si reír o llorar, parece que tomó ambas opciones. Aunque en mi mente me quedé con la explicación de “a mi boda sólo invité a mi papá”, y creo que es la verdad porque sé que estuvo ahí. Él me lo había prometido.  

Pasaron los meses, las pocas personas que supieron de mi casamiento fueron algunos amigos de Efraín, él les decía. Yo no podía, tenía miedo de explicar esto y soltarme llorando y perder la compostura. Tal como sucedió varias veces. Trataba de evitar el tema, ahora puedo contarlo pero aún me sigue poniendo fría la idea de que yo iba a casarme el día que falleció mi padre, y que Dios me cambió la fecha para no empalmar ambos eventos, para no arruinarlos. Me sorprende demasiado, lo pienso y se me paraliza el cuerpo, hay quienes me han dicho que fue mala suerte, yo no lo veo así. Para mí fue un movimiento de la fuerza divina. Pienso muchas cosas, sé que mi papá habría hecho lo que fuera por estar en mi boda, incluso salir de sí mismo para estar en espíritu si el cuerpo no se lo permitía. Demasiado fuerte es ese pensamiento pero ha pasado por mi cabeza como muchas otras cosas. Después me siento culpable, “no Andrea, no eres tan importante y nadie en la vida se merece eso”. 

Cada vez que cuento esta experiencia me invade una tormenta de sentimientos: sorpresa, miedo, culpa, fuerza, impotencia ante la voluntad divina. Todavía no aprendo a manejar esto, algunas personas se han sorprendido, decepcionado o hasta molestado de que no las incluí en este proceso, o de que dejé pasar mucho tiempo antes de compartirlo, o que lo evité por completo hasta que me lo preguntaron. 

Las preguntas que me hacen son muchas y a veces no muy cómodas: ¿por qué no te esperaste? Porque sabía que ése era el momento. ¿Por qué no me avisaste? Porque no le avisé a nadie. ¿Por qué no me dijiste? Porque no supe cómo o no pude o porque tenía miedo de enfrentarme a más interrogantes. Ha sido muy difícil, amo a mi esposo, y lo último que quiero es que se piense que me salté las reglas sociales o que me escondí de la gente. Sin embargo, hay momentos en que uno no tiene la capacidad de apegarse a las reglas del mundo cuando uno se enfrenta a cosas que no forman parte de las leyes de la tierra. 

Una respuesta a “Dulceamargo o el día de la boda y el funeral

  1. Felicidades Andi, te quiero mil, valiente, íntegra y auténtica. Lo único en lo que no estoy de acuerdo es en el «no Andrea, no eres tan importante y nadie en la vida se merece eso». Mi opinión es que sí eres tan importante, y más todavía, y que mereces lo más de lo más, y si te acompañó que yo creo que sí, ha de haber sido un momento feliz. Bravo por tí y por Efraín, 👏🏻👏🏻👏🏻👏🏻

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