Mi papá le tenía fobia a los temas de mujeres. Escuchar palabras como «menstruación», «ginecólogo» o «mastografía» lo hacían ponerse rojo y escapar de la conversación, prefería cambiar de tema o irse para dejar «que las damas hablaran de sus asuntos». Más de una vez le pedí que me acompañara al ginecólogo y fue la única cosa en la vida a la que me dijo que no: «es mejor que vayas con tu mamá, yo las espero afuera».
Mi hermana y yo sabíamos muy bien esto. A veces sólo por jugarle una broma pesada le pedíamos en la lista del súper que nos comprara unas toallas sanitarias. Cuando lograba meter los pies en el agua fría imaginaria que separaba el pasillo de los Kótex del resto de la tienda inmediatamente nos llamaba para preguntarnos de cuáles queríamos con la misma preocupación como si nos estuviera comprando un automóvil: «¿con alas o sin alas, anatómicas, nocturnas, o de la marca Fulana de Tal?».
Cuando volvía del mandado no nos daba el pedido en persona, lo dejaba en nuestra puerta o nos lo aventaba por las escaleras. El terror que le provocaba escuchar sobre enfermedades mujeriles lo convirtió en una persona en extremo respetuosa y reservada. Si alguna prima, empleada, amiga, colega, compañera de trabajo o ente del género femenino se ausentaba por enfermedad jamás preguntaba nada. No quería escuchar ni sobre periodos dolorosos ni sobre cirugías plásticas. El silencio ahorraba tantos detalles como conocimiento innecesario.
Nunca entendí a ciencia cierta la razón de esta distancia que guardaba con el género femenino: ¿educación, cultura, personalidad? No lo sé. Las personas sólo conocemos a nuestros padres en el papel de padres y justo por esto es que a veces, nos perdemos demasiados capítulos.
Durante los últimos años de su vida empezó a cambiar un poco, o más bien bastante. A sus 76 años le preguntó por primera vez a mi hermana cómo le hacía para cumplir sus tareas normales amodorrada por los cólicos. Se volvió más abierto y empático con los temas que tanta «cosa» le daban. Sin embargo, esto no fue producto de un rayo de iluminación o de labor de convencimiento, sus oídos tuvieron que abrirse a escuchar sobre glándulas mamarias y estrógenos cuando se encontró a sí mismo en medio de una plática dirigida a personas con cáncer de mama. Para mala suerte, esta vez nadie lo había obligado a ser acompañante ni se trataba de otra broma pesada: el paciente era él.
Él buscaba las razones por las que una enfermedad de mujeres se había metido en su cuerpo. Llegó a cientos de conclusiones desde científicas hasta esotéricas. Pero, más allá del porqué, tuvo que soportar que los materiales para pacientes de este padecimiento estuvieran escritos y diseñados para el género femenino. Él, un hombre tan galán, varonil y orgulloso de su género, tuvo que escribir su nombre más de una vez en un formulario que decía «Nombre de la paciente» en lugar de «nombre del paciente» o «nombre del/la paciente».
A sus más de 70 años aceptó someterse a una mastectomía. Después de la operación le dieron una hoja (claramente hecha para mujeres) donde se le preguntaba si quería una prótesis. Respondió que sí, después lo corrigió y escribió el obvio no. Cuando le preguntamos por qué había puesto que sí dijo que «sólo por joder», que ya si le había dado cáncer de mama lo único que quedaba era reírse de la vida.
Después de la cirugía tomó quimioterapias y tratamientos hormonales. Le caían horrible pero aceptó las consecuencias con la voluntad de un mártir. Usó vendajes debajo de sus trajes elegantes y decía que «ya se ponía brassier». Nunca fue realmente honesto sobre como se sentía, así que si se quejaba poco significaba que la estaba pasando muy mal.
Un año después de las quimioterapias él cantó victoria y dijo que nunca quería volver a escuchar en su vida la palabra «cáncer», pero a pesar de que el tumor se había ido, el cáncer siguió causando estragos hasta dejar su médula espinal inútil y su cuerpo débil. En su certificado de defunción se lee un nombre de varón y las palabras «cáncer de mama» como causa de muerte.
Una de las últimas veces que lo vi portaba un pin sobre su saco, no era la insignia de la universidad en la que daba clases, tampoco de alguna asociación con la que cooperaba, era el listón rosa de la lucha contra el cáncer de mama lo que contrastaba con su traje azul marino. Se lo ponía en octubre y también en los demás meses del año para contar su historia y así mostrarle al mundo que octubre rosa no es solamente rosa.
Andrea
Paradojas de la vida
Tuvo que hablar de todo eso
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